martes, 16 de febrero de 2016

Gansicracia

   Una cosa que suele pasar con los bebés y con los niños no sólo de alta demanda de libro sino también con los altamente demandantes (y a veces incluso con los bajodemandantes), es que hay momentos en que los padres sienten que su retoño ha tomado por completo el control de sus vidas, que han perdido toda su identidad y que ahora todo su mundo gira en torno a su criatura. Y lo peor es que si alguien percibe esos sentimientos en ellos, van a ser dúramente criticados porque “¡no podéis dejar que os maneje de esa manera!”

   Y es que estos peques a veces requieren un nivel de consideración tan grande que el 120% de la atención de sus padres no les es suficiente para estar satisfechos. Pero no lo hacen a drede, no lo pueden controlar, y el que no tiene un hijo de estas características es muy difícil que llegue a entenderlo, y enseguida se le cuelga al niño la etiqueta de tirano, manipulador, egoísta, y a los padres la de permisivos o faltos de capacidad para disciplinarlo.




   Los bebés de alta demanda, en lugar de estar tan estigmatizados, deberían ser reconocidos, pero no como un problema, como un “uy como te toque uno te vas a enterar” sino como una característica normal de un elevado porcentaje de bebés.

   Si por el contrario, reconocemos como normal un bebé que da menos trabajo que un tamagotchi, muchos padres se verán sorprendidos porque su peque no es como ellos esperaban, como creían que debería ser un bebé, y se culpan a ellos mismos por no estar haciendo bien las cosas o culpan al pobre crio.

   Cuando vamos a la consulta del médico lo hacemos a sabiendas de que ese día puede que vaya la cosa fluída, que entremos a nuestra hora y salgamos enseguida, o puede que haya sucedido cualquier cosa que haya ocasionado un retraso y nos toque esperar, a veces más de una hora. Puede ser fastidioso, sobre todo si ese día teníamos más planes, pero lo asumimos. ¿Por qué no somos así con nuestros hijos? ¿Nos gustaría que fueran máquinas, totalmente predecibles y con horarios rígidos?

   A nadie nos hace gracia que nos cambien los planes, sobre todo a las personas organizadas, aunque una persona verdaderamente organizada debería estar preparada para cualquier eventualidad y ser capaz de reorganizar su agenda mental con rapidez y recolocar hábilmente en otros momentos todo lo que tenía pensado para ese día.

   El caso es que con los bebés de alta demanda es muy complicado organizarse, porque son totalmente imprevisibles (pueden llegar a serlo todos los bebés en general), por mucho que sepas que no toleran bien los cambios, o que son hipersensibles a algo, ni siquiera eso se puede dar por sentado porque el día menos pensado no responden como creías que lo harían a una situación concreta. Así que termina sucediendo como en la consulta del médico, en la que uno sabe a qué hora le toca entrar, pero no sabe a la hora que puede salir.

   En nuestro caso, no es que nos dobleguemos a la voluntad de nuestra Gansi, no es que le consultemos todo lo que pensamos hacer y sólo lo llevamos a cabo cuando está de acuerdo, pero sí que hemos cancelado más de un plan porque era un mal día y tocaba volcarse exclusivamente en ella.

   Por ejemplo, pasó por una racha en que necesitaba dormir una abundante siesta por las tardes, y tenía que estar todo el rato prendida al pecho (y pobre del que la despertara), con lo que sobra decir que yo no podía hacer absolutamente nada en ese tiempo (qué gracia me hacía cuando la gente me decía que tenía suerte de que mi peque estuviera echando siestas). De no hacerlo así nos esperaba una tarde de elevadísima irritabilidad. Así que no podíamos hacer planes porque todo tenía que surgir sobre la marcha. No se podía salir de casa hasta que no despertara.

   Si hubiéramos luchado contra esto, probablemente la cosa se habría eternizado, pero probamos a dejarnos llevar y resultó que un buen día la racha se terminó. Quién sabe qué la causó, si fue un brote de crecimiento, algún cambio de rutina o el mismo clima, quizá alguna actividad o evento que la cansara especialmente, o a lo mejor no estaba descansando bien por las noches por pesadillas o alguna mala digestión. El caso es que sentimos que de verdad necesitaba que hiciéramos el esfuerzo por ella.

   Hay mucho miedo en ceder ante los niños, "que son muy listos, que les das la mano y te cogen el brazo", pero es necesario saber detectar cuando necesitan algo de verdad y no por puro capricho (que en ocasiones para nosotros pueden parecer caprichos, pero para ellos son cosas realmente importantes), y tenemos que ser flexibles.

   A veces bromeamos y decimos que vivimos en una Gansicracia (recuerdo que llamaba a mi bebé “la emperatriz infantil”), pero por supuesto que no queremos que nuestra peque se convierta en una tirana y aquí se haga siempre su santa voluntad. Lo que queremos es ser capaces de reconocer cuándo algo es una verdadera necesidad y no un intento de llamar la atención (que sería señal de que necesita atención), cuándo nuestra necesidad es más importante que la suya (“oye, si mamá tiene que ir al médico porque no se encuentra bien y no lo entiendes, pues te tocará llorar, y como pueda te intentaré consolar”), que vaya adquiriendo madurez suficiente para entender lo que significa el compromiso y la puntualidad (“no, ahora no podemos jugar porque llegaríamos tarde al cole, sé cuántas ganas tenías”).



"¡Hacedme caso o seréis consumidos por la nada!"

   Desamos que se haga partícipe de nuestra vida, que a medida que crezca asuma un papel en el día a día de la familia que la haga sentir importante, pero sin forzarla ni menospreciarla.

   Antes pensaba que con los bebés era más difícil, porque no saben hablar ni expresar qué quieren, qué necesitan, qué les molesta, y esto es cierto, pero a medida que crecen pasan por etapas en las que ya no se les puede obligar, ya no les puedes simplemente coger en brazos y llevártelos a otro sitio, pero aún no tienen madurez suficiente para entender, por más que se lo quieras explicar de forma sencilla, por qué no puedes concederles aquello que desean o por qué deben o no deben hacer algo.

   En cierto modo los bebés tienen la ventaja de que todo aquello que piden es necesidad, no hay lugar a dudas, no tienen desarrollada la capacidad de echarle cuento, y sus necesidades suelen ser básicas y sencillas, pero cuando van creciendo habrá ocasiones en que algo, por muy importante que sientan que es para ellos, realmente no lo necesitan o puede perjudicarles a ellos o a alguien más.

   Es beneficioso para ellos irles introduciendo, aunque requieran tiempo para terminar de entenderlo, lo que es la empatía, y qué mejor que con el ejemplo: “Hoy mamá quería que saliéramos de casa, pero nos quedaremos porque veo que lo necesitas”, “El otro día necesitaste que nos quedáramos en casa, pues hoy mamá de verdad que necesita que salgamos”.

   Realmente se ven casos de niños que han tomado el control de la familia, constantemente insatisfechos y enojados, aparentemente incapaces de sentir empatía, pero ¿quién sabe cómo han llegado a esa situación? El caso es que ningún padre quiere eso.

   Y es completamente normal sentir ese miedo a estar cediendo más de la cuenta, o en una momento inoportuno (¿”lo estaremos malcriando?”), o pensar que quizá estamos siendo demasiado rígidos, es normal sentir dudas, en eso consiste la paternidad, en ser lo suficientemente flexibles como para cuestionarnos a nosotros mismos constantemente, pero sin agobiarnos, asumiéndolo como algo normal, que nadie tiene todas las respuestas y que lo que funciona para unos, para otros no, y probar y errar y probar y acertar y así una y otra vez.

martes, 9 de febrero de 2016

El día que perdí la imaginación

   De pequeña solía tener una imaginación desbordante. Escribía cuentos, poemas... ¡hasta dibujaba! (que hoy lo más que hago es tu retrato con un 6 y un 4). Recuerdo que jugaba con mi hermana y era siempre yo quien proponía los juegos y las aventuras. Nunca me quedaba sin ideas y cuando nos dábamos cuenta habían pasado varias horas.


                     "¡Voilá!"


   Pero el tiempo pasó, y no sé en qué momento ni a consecuencia de qué, perdí toda mi inventiva. No sé si fue culpa del sistema educativo, de mi crecimiento natural, o de las experiencias que he ido viviendo, pero la fuente de la imaginación se me secó.

   Recuerdo esa época con nostalgia, y pienso lo que podría haber sido mi vida si aún conservara esa capacidad. No sólo por las novelas que llevaría ya escritas, de todos los géneros y para todos los públicos, sino por lo bien que me hubiera venido toda esa fantasía para pasar el tiempo con mi Gansi.

   Cada vez que jugamos pienso “anda que igualito que cuando tenía su edad”, y no sólo porque ya no me de el cuerpo para aguantar su ritmo (que eso es inevitable), sino por lo que me cuesta ahora inventarme un juego original y divertido, o un simple cuento, y no digamos ya una actividad que pretenda ser educativa o enseñarle algo positivo.

   Me siento con impotencia delante del pegote de plastilina incapaz de moldear mucho más que una bola, un churro, y con suerte un caracol si lo enrollo, y me pregunto si a mi pobre peque le pasará lo mismo algún día y perderá por completo ese mundo interior tan asombroso de la infancia. Y me pongo delante de la pizarra, decidida a pintar un bello paisaje, y no salgo de la casita con el sol y la nube...




   Cuando mi Gansi era más pequeña lo pasaba aún peor (¿a qué juega un bebé de 6 meses aparte de al cucutrás?). Ahora al menos tiene muchos, muchísimos (demasiados para mi gusto) juguetes, y los juguetes de hoy en día tienen algo que para mi situación actual es una ventaja, pero para los niños un inconveniente, y es que ofrecen un juego muy dirigido, con muy pocas posibilidades de variación.

   Te viene el juego con sus instrucciones de montaje y uso, y no se puede jugar de otra manera (en algunos casos, ni aunque lo intentes). Incluso las piezas de construcciones vienen con formas tan definidas que cuesta hacer algo aparte de aquello para lo que vienen diseñadas. El castillo de Frozen, la casita de Peppa Pig... me llena de orgullo que mi Gansi consiga desmontarlo y fabricar otra estructura diferente.

   A mí, con mi seca imaginación, me viene genial que me digan lo que tengo que hacer, cómo y con qué, pero a veces conviene salirse de esa dinámica para fomentar la inventiva de los más pequeños, y con según qué juguetes, cuesta un poco.

   ¿No es mucho mejor jugar a ser una princesa e inventarte tu propia historia, que jugar a ser la reina Elsa, cantar “Let it go” y pasar al siguiente juego?

   Yo de pequeña tenía un proyector de diapositivas para dibujar, y había de todo: personajes, paisajes... ahora mi peque tiene un proyector de Peppa Pig y la verdad es que cansa dibujar siempre a la misma cerda (ahora de hada, ahora de bombera, ahora de astronauta, pero siempre lo mismo al fin y al cabo). Con cosas así no me extraña que muchos niños desarrollen problemas de concentración. Normal que se aburran enseguida de cada juego.

   La verdad es que disfrutaría mucho más del tiempo que paso con mi peque si pudiera reconectar con mi niña interior y pedirle que me enseñe algunos juegos o que me cuente alguna historia. Recuerdo que todos mis muñecos, que por cierto eran todos animales (no sé por qué siempre me dieron grima los juguetes antropomórficos), tenían nombres muy bien pensados y fáciles de recordar. Ahora mi Gansi me pide ayuda para ponerle nombre a alguno de sus muñecos y lo más original que se me ocurre es el mono Monolo y el oso Blanquito, así que lo dejo en sus manos y resulta que el bicho que sea hoy se llama Fritz y mañana Frotz. Pero tampoco me puedo quejar, si la mayoría de muñecos que le regalan ya vienen con el nombre puesto: Dora, Mickey, Peppa, Anna... en fin...

   Y cualquiera sale a la calle, se encuentra a una niña en el parque y le dice que esa muñeca Elsa que traes se llama Serafina, que le dura la cara de WTF una semana.




   Lo peor son las largas tardes de invierno, las que pasamos encerrados en casa por el mal tiempo. Ahí es cuando más echo de menos a esa niña imaginativa. Y qué difícil es evitar la tentación de ponerle una película detrás de otra...

   Aunque se me ha llegado a secar la imaginación incluso en el parque. Sí, juego con mi peque también en el parque y estoy segurísima de que no seré la única, sobre todo si ese día o a esa hora no hay más niños. Rara vez he podido dejar a mi peque a su bola mientras observo de lejos o charlo con otras madres, y sé que hay muchos niños que prefieren jugar solos o con otros niños, pero mi peque no es así, al menos la mayor parte del tiempo. Se relaciona con otros niños y se divierte, pero siempre prefiere que esté yo cerca y participando, a lo que los otros niños se me quedan mirando porque mi presencia les corta el rollo, a no ser que ese día se alineen los astros y me invente un pedazo de juego que a todos les mole, y por un momento me crea que me podría ganar la vida de animadora infantil.

   He probado muchas veces intentar que juegue sola o que juegue con los otros niños sin mí, y la verdad es que cuesta ver a otra madre o padre que juegue con los niños más allá de empujar un columpio o pasarles una pelota un rato, y también creo que es bueno que se sociabilice con los de su edad. Pero la cosa suele acabar en desastre si la fuerzo.

   Cada vez le temo menos a que se aburra, he aprendido que el aburrimiento para los niños es bueno, hace que se les ocurran cosas aunque a veces sean gamberrradas. Y muchas veces dejo en sus manos la decisión. “Mamá ¿a qué jugamos?” “¿A qué te apetece jugar a tí?”

   Esto es lo que tiene criarse sin hermanos y sin apenas relacionarse con otros niños de edades similares más que ocasionalmente, que para jugar y entretenerse no sólo es que mamá es la mejor opción, sino que en estos casos es la única que hay, a no ser que papá esté presente y operativo y se una.

   Y cuando ya no puedo con el pellejo, después de 5 horas de juego ininterrumpido (que ya me cuesta recordar hasta la edad que tengo) exprimiendo hasta la última gota de la poca inventiva que me han dejado los años (y tratando de sacar partido de ideas de Internet), cuando ya definitívamente no se me ocurre nada y mi peque tira de mí demandando seguir jugando, con gran sensación de culpabilidad enciendo la tele y la absorción es inmediata. Ni siquiera me gusta lo que ve, la mayoría de los dibujos que echan hoy me parecen horrorosos, pero a mi peque le gustan.

   Y entonces me dejo caer en el sofá, con la cabeza martilleante, cierro los ojos un momento y me relajo 5 segundos hasta que oigo una voz que me llama desde el otro lado del pasillo: “¡Hola! ¡Soy yo! La montaña de ropa para planchar que te lleva esperando unos días. ¿Te acuerdas de mí?”




   Merde...

martes, 2 de febrero de 2016

Mi cuarto huevito

   Mi cuarto huevito fue la sorpresa más inesperada y bonita que he recibido nunca.

   Desde lo de mi tercer huevito andaba con las reglas tan descolocadas que incluso llegué a pensar que quizá iba a tener (me veía todos los síntomas) una menopausia prematura.

   Y lo curioso es que el hecho de pensar que tal vez no iba a poder darle a mi Gansi un hermanito nunca, me hacía desearlo aún más. Llegué a plantearme la adopción, pero en nuestras circunstancias no era viable, así que con el paso del tiempo me fui resignando, a pesar de que todo el mundo me dijera que aún era joven, reproductivamente no me sentía así.

   Hacía muchísimo que habíamos abandonado la búsqueda activa de un embarazo, de hecho lo más parecido que hicimos a una búsqueda activa fue cuando vino nuestra Gansi. Desde entonces, descubrí la planificación familiar natural, y la seguíamos con mayor o menor rectitud dependiendo de lo importante que fuera para nosotros en según qué época evitar un embarazo.

   De hecho, me quedé embarazada de mi tercer huevito por arriesgarnos un día de probabilidad baja de fertilidad, que sería baja, pero desde luego no nula, aunque como tampoco nos cerrábamos tajantemente pues de vez en cuando nos arriesgábamos días así, y uno de los días pues sucedió que nos llevamos la sorpresa, aunque en este caso no tuvo final feliz.

   Cuando el Ganso me hablaba de prevenir un embarazo (él no se sentía preparado) me hacía hasta gracia. Pensaba “pero si de todas formas no va a venir...” Así que si alguna vez traté de “evitarlo” fue por él, porque yo sí lo deseaba, y pensaba que aunque lo buscáramos no tendríamos suerte.

   Después de años sin menstruación tras el parto de mi Gansi, y por tanto, sin necesidad de utilizar ningún método preventivo, una vez que mi cuerpo se reactivó alcancé un conocimiento bastante preciso de mis ciclos. Sabía, sin necesidad de utilizar test de ovulación, el día exacto en que ovulaba, mis días de mayor y menor fertilidad, y los ciclos en los que no ovulaba. O eso creía yo...

   Como decía, desde que perdimos a nuestro tercer huevito, mis reglas habían comenzado a ser irregulares, tendiendo a acortarse mucho, tanto en días de fase lútea como de folicular (lo cual, dentro de lo irregular, es bastante irregular), y había ciclos en que ovulaba y otros en que no, vamos, totalmente incompatible con la sola idea de buscar una concepción.

   Y los ciclos en que ovulaba no había la menor duda, el patrón de flujo era imposible de obviar, y más imposible lo eran las punzadas que me daban el día de la ovulación, que a veces me molestaba cada paso que daba al andar, como si me estuvieran estrujando los ovarios.

   Pues ese ciclo concreto, empecé a ver signos de que no iba a ovular, y para confirmarlo me hice un test de ovulación el día antes de aquel en que esperaba ovular, el mismo día y el posterior, y todos salieron negativos. No estábamos muy seguros de si podíamos arriesgarnos, así que cuando surgió, surgió (una sola vez para ser más exactos).

   Los días antes de la regla solía tener unos días de manchado (lo cual según algunos ginecólogos es algo normal, y según otros es un signo de infertilidad), a veces me venía la regla durante un día, se cortaba otro día entero y luego reanudaba, y ese mes ni rastro de manchado. Pensé que quizá por fin empezaran a venir mis reglas como antes, o que quizá como no había ovulado, hasta que no ovulara no me iba a venir.

   Pero una vocecita me decía que igual la respuesta era otra, a lo que otra vocecita le contestaba “¿no serán las ganas tuyas?”

   Me negaba a hacerme un test de embarazo. ¡Era imposible! Ya comenzaba incluso a notar las punzadas en los riñones que a veces me dan antes de que me vaya a venir la de rojo. Pero sólo para acallar esa vocecita que no me dejaba en paz todo el día con el “¿y si...? ¿y si...? ¿y si...?”, al final, el día en que supuestamente esperaba mi regla, me hice el dichoso test.

   Era un test de alta sensibilidad, así que para entonces se supone que debería ver con claridad y sin lugar a dudas una línea en caso de positivo, pero la única línea que aparecía era la de control. Así que la otra vocecita de mi cabeza (esto de oír voces ya creo que me lo voy a tener que hacer mirar), proclamó “¿ves so pava? ¡Si sabes que no has ovulado! ¿ya te has quedao tranquila?”

   Y con las mismas tiré el test al cubo de la basura y seguí con mi rutina mañanera. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando, al abrir el cubo para tirar la cáscara del plátano que me acababa de desayunar, me parece que una segunda línea muy tenue me saluda. Caí al suelo de rodillas y juro que casi me desmayo.

   ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde había salido ese óvulo ninja que había escapado de mis expertas previsiones y de los test?

   Sin terminar de creérnoslo, esperamos varios días y fuimos haciendo test sucesivos, observando una clara progresión. No había dudas.

   Dudas no, pero miedo muchísimo. Miedo a creérmelo, miedo a hacerme ilusiones, miedo a volver a perderlo.

   En otras circunstancias hubiera ido inmediatamente al médico, pero esperé a estar de más de 5 semanas para que la confirmación que me hicieran no dejara lugar a dudas. Me negué a hacerme más ecografías de las estrictamente necesarias, y menos aún vaginales. No quería verlo antes de la semana 12 (¿para qué, para que nos dijeran que todo estaba bien como la última vez y nos lo creyéramos?), no queríamos decírselo absolutamente a nadie hasta entonces.

   Esperamos, guardando el secreto, cubriendo mi tripa incipiente con ropas holgadas y abrigos, sin llevar prácticamente otra prenda aparte de chándals. No quería ni pensar en sacar la caja de la ropa premamá.

   No lo contamos a los más allegados hasta la semana 12, y al resto empezamos a comentárselo a partir de la 17. Y ahora os lo cuento a vosotr@s, aún con el miedo en el cuerpo. Siempre pensando “cuando pase de la semana X se me quitará el miedo”, pero nunca se terminaba de quitar. Ni cuando vimos a nuestro peque en la eco y nos dijeron que todo parecía ir de maravilla. Ese miedo ya no se va, sólo se mitiga un poco cuando creo sentir sus movimientos, cada vez más claros.

   Es horrible que la paranoia no te deje disfrutar de tu embarazo. Revisar el papel cada vez que te limpias en el baño y desear tener a mano un cromatógrafo para determinar si ese flujo es normal, oscuro, amarronado o sanguinolento. Tocar y revisar tu tripita a diario pensando “¿estará creciendo bien? ¿debería notarse más?” Pensar que a pesar de que lo acabas de ver en una ecografía y estaba perfectamente, se puede parar en cualquier momento. Pasarte el día esperando sentir sus movimientos...

   Y aún me preguntaba la gente si preferíamos que fuera niño o niña. Lo único que queremos es que se quede con nosotros y que tenga salud, ver su carita, verle crecer, ver la ilusión de mi Gansi por el nuevo integrante de la familia. Lo único que queremos es que esta historia sí tenga final feliz...