viernes, 5 de agosto de 2016

La llegada de Gansiki

   Si hay una palabra que defina la llegada a este mundo de mi Gansiki, sin duda es “prisa”. Sí, mi peque tenía muchísimas ganas de nacer y vino con mucha fuerza cuando aún no lo esperábamos.

   Soy la primera defensora del “no comparar”, pero en el caso de mis peques me es inevitable, ya que no podrían ser más diferentes. Ya su llegada al mundo difiere tanto como las estaciones en que nacieron: invierno y verano.

   Mi Gansi se hizo esperar casi 41 semanas, así que recién cumplidas las 38 de Gansiki yo esperaba embarazo aún para largo, pero mi intuición me venía diciendo que quizá se adelantara, porque había expulsado ya el tapón mucoso, me encontraba incómoda, como si sintiera a mi peque muy encajado y apretado dentro de mí, pero por lo demás estaba tan tranquila.

   Como es propio de una embarazada, mi síndrome del nido me tenía preparando mi casa para que estuviera perfecta para recibir a mi bebé, pintada, limpia a fondo, ordenada... recién había terminado de montar unas cajoneras para meter la ropa de mi peque (el resto de armarios estaban ya copados con ropas del Ganso, de la Gansi y mías, es lo que tiene vivir justos de metros), y poseída por el espíritu DIY me había dado hasta por el bricolaje.

   Esa mañana me encontraba igual que todas las demás, así que tras poner desayunos, terminar las labores de bricolaje (ni tiempo dio a guardar las herramientas), quehaceres domésticos, hacer la compra del mes yo solita, y almorzar, me senté en el sofá rezando para que mi Gansi me dejara descansar un rato. Y ahí fue cuando lo sentí. ¿Había sido aquello una contracción? “No puede ser, demasiado pronto y demasiado suave, habrá sido una de las de Braxton Hicks, cuando esté de parto lo sabré, ni que fuera primeriza”... Ay Gansa...

   Tenía descargada en el móvil una aplicación de temporalizar contracciones (contraction timer por si a alguien pudiera interesarle) que me parecía de lo más práctica para no tener que estar mirando el reloj y con el lápiz y el papel encima anotando a cada rato.

   De ser contracciones esperaba el mismo patrón que la última vez, suaves y cada media hora, y acortándose en el tiempo y aumentando en intensidad paulatínamente. Pero lo volví a sentir... ¡y sólo habían pasado 5 minutos! “Menos mal que no son contracciones de parto, si no tendría que salir corriendo ya al hospital y aún no tengo ni preparadas las maletas”... Ay Gansa...

   Y así seguí durante una hora, con contracciones suaves cada 5 minutos, hasta que de pronto se paró. “Lo sabía, falsa alarma”. O eso pensaba yo, así que preparé todo para llevar al Ganso y a la Gansi a la piscina. Con el tapón mucoso expulsado, yo estaba de secano. Y por el camino, conduciendo, más contracciones seguidas, pero aún eran soportables, así que pensé que sería que mi cuerpo se estaba preparando para el gran día, pero ya me estaba empezando a cuestionar si resultaría que el gran día iba a ser ese.

   Volvimos de la piscina, preparé la cena y bañé y acosté a mi Gansi. Le dije al Ganso que se acostara no fuera a ser que tuviéramos la noche movidita. Me duché, y ya la cosa se empezaba a poner seria, aquello ya dolía, y apenas habían pasado 5 horas desde la primera contracción suave. Dí de comer a nuestras mascotas y recogí la cocina en puro modo negación, pero ya no podía más y le dije al Ganso “avisa a tu padre para que nos lleve al hospital ya o el bebé nace aquí”. Mi suegro vino raudo, riñéndonos por haber esperado tanto, y me encontró a cuatro patas. Mi cuerpo estaba ya buscando postura para alumbrar a mi bebé. Iba en el coche (en la vida habíamos corrido tanto) medio tumbada, sujeta al agarrador del techo, y sentía muchos deseos de pujar. Iba a decirle a mi suegro que parara el coche, porque sentía que mi bebé nacía ya, pero tenía la esperanza de que al no haber roto aguas aún me daba tiempo de llegar al hospital.


 "¡Corre Ganso! ¡Que lo tengo en puerta!"


   Llegamos y al subirme a la camilla la celadora me advirtió de que llevaba los pantalones ensangrentados. Una contracción brutal y sentí que algo estallaba dentro de mí, como un globo de agua, mientras la camilla corría por los pasillos. Pero el personal de maternidad no entendía la prisa, ellos tienen sus protocolos y no sería la primera vez que veían a una parturienta retorcida de dolor pero aún muy “verde”, así que me hacían las preguntas de rigor, como cada cuánto tenía las contracciones, y me pedían que me pasara al potro para explorarme, lo cuál les dije, entre gritos de dolor, que me era imposible. Accedieron a explorarme en la camilla, y al quitarme la ropa debieron ver la cabeza del bebé asomando porque me dijeron: “efectivamente, estás de parto”. Mi cara era de:





   Me pasaron corriendo a paritorio y en un par de pujos sentí la cabeza y luego el resto del cuerpo de mi bebé. Lo recuerdo vívidamente, estaba muy despierta, y no me había dado tiempo a cansarme. Casi diría que disfruté la experiencia, jo, cuántas quisieran decir lo mismo, me considero super afortunada de haberlo sentido con tanta intensidad.

   La recuperación ha sido buenísima, aunque ha costado adaptarse a la nueva rutina, que ha coincidido además, justo con el cambio de rutina del fin de curso. Se me ha pasado el primer mes de vida de mi peque que no me he dado ni cuenta.

   Ahora me encuentro en un estado de agotamiento y felicidad. Con ojerillas de panda pero la sonrisa siempre puesta, a pesar de algunos contratiempos muy típicos de la maternidad, de los que ya hablaré.