martes, 9 de febrero de 2016

El día que perdí la imaginación

   De pequeña solía tener una imaginación desbordante. Escribía cuentos, poemas... ¡hasta dibujaba! (que hoy lo más que hago es tu retrato con un 6 y un 4). Recuerdo que jugaba con mi hermana y era siempre yo quien proponía los juegos y las aventuras. Nunca me quedaba sin ideas y cuando nos dábamos cuenta habían pasado varias horas.


                     "¡Voilá!"


   Pero el tiempo pasó, y no sé en qué momento ni a consecuencia de qué, perdí toda mi inventiva. No sé si fue culpa del sistema educativo, de mi crecimiento natural, o de las experiencias que he ido viviendo, pero la fuente de la imaginación se me secó.

   Recuerdo esa época con nostalgia, y pienso lo que podría haber sido mi vida si aún conservara esa capacidad. No sólo por las novelas que llevaría ya escritas, de todos los géneros y para todos los públicos, sino por lo bien que me hubiera venido toda esa fantasía para pasar el tiempo con mi Gansi.

   Cada vez que jugamos pienso “anda que igualito que cuando tenía su edad”, y no sólo porque ya no me de el cuerpo para aguantar su ritmo (que eso es inevitable), sino por lo que me cuesta ahora inventarme un juego original y divertido, o un simple cuento, y no digamos ya una actividad que pretenda ser educativa o enseñarle algo positivo.

   Me siento con impotencia delante del pegote de plastilina incapaz de moldear mucho más que una bola, un churro, y con suerte un caracol si lo enrollo, y me pregunto si a mi pobre peque le pasará lo mismo algún día y perderá por completo ese mundo interior tan asombroso de la infancia. Y me pongo delante de la pizarra, decidida a pintar un bello paisaje, y no salgo de la casita con el sol y la nube...




   Cuando mi Gansi era más pequeña lo pasaba aún peor (¿a qué juega un bebé de 6 meses aparte de al cucutrás?). Ahora al menos tiene muchos, muchísimos (demasiados para mi gusto) juguetes, y los juguetes de hoy en día tienen algo que para mi situación actual es una ventaja, pero para los niños un inconveniente, y es que ofrecen un juego muy dirigido, con muy pocas posibilidades de variación.

   Te viene el juego con sus instrucciones de montaje y uso, y no se puede jugar de otra manera (en algunos casos, ni aunque lo intentes). Incluso las piezas de construcciones vienen con formas tan definidas que cuesta hacer algo aparte de aquello para lo que vienen diseñadas. El castillo de Frozen, la casita de Peppa Pig... me llena de orgullo que mi Gansi consiga desmontarlo y fabricar otra estructura diferente.

   A mí, con mi seca imaginación, me viene genial que me digan lo que tengo que hacer, cómo y con qué, pero a veces conviene salirse de esa dinámica para fomentar la inventiva de los más pequeños, y con según qué juguetes, cuesta un poco.

   ¿No es mucho mejor jugar a ser una princesa e inventarte tu propia historia, que jugar a ser la reina Elsa, cantar “Let it go” y pasar al siguiente juego?

   Yo de pequeña tenía un proyector de diapositivas para dibujar, y había de todo: personajes, paisajes... ahora mi peque tiene un proyector de Peppa Pig y la verdad es que cansa dibujar siempre a la misma cerda (ahora de hada, ahora de bombera, ahora de astronauta, pero siempre lo mismo al fin y al cabo). Con cosas así no me extraña que muchos niños desarrollen problemas de concentración. Normal que se aburran enseguida de cada juego.

   La verdad es que disfrutaría mucho más del tiempo que paso con mi peque si pudiera reconectar con mi niña interior y pedirle que me enseñe algunos juegos o que me cuente alguna historia. Recuerdo que todos mis muñecos, que por cierto eran todos animales (no sé por qué siempre me dieron grima los juguetes antropomórficos), tenían nombres muy bien pensados y fáciles de recordar. Ahora mi Gansi me pide ayuda para ponerle nombre a alguno de sus muñecos y lo más original que se me ocurre es el mono Monolo y el oso Blanquito, así que lo dejo en sus manos y resulta que el bicho que sea hoy se llama Fritz y mañana Frotz. Pero tampoco me puedo quejar, si la mayoría de muñecos que le regalan ya vienen con el nombre puesto: Dora, Mickey, Peppa, Anna... en fin...

   Y cualquiera sale a la calle, se encuentra a una niña en el parque y le dice que esa muñeca Elsa que traes se llama Serafina, que le dura la cara de WTF una semana.




   Lo peor son las largas tardes de invierno, las que pasamos encerrados en casa por el mal tiempo. Ahí es cuando más echo de menos a esa niña imaginativa. Y qué difícil es evitar la tentación de ponerle una película detrás de otra...

   Aunque se me ha llegado a secar la imaginación incluso en el parque. Sí, juego con mi peque también en el parque y estoy segurísima de que no seré la única, sobre todo si ese día o a esa hora no hay más niños. Rara vez he podido dejar a mi peque a su bola mientras observo de lejos o charlo con otras madres, y sé que hay muchos niños que prefieren jugar solos o con otros niños, pero mi peque no es así, al menos la mayor parte del tiempo. Se relaciona con otros niños y se divierte, pero siempre prefiere que esté yo cerca y participando, a lo que los otros niños se me quedan mirando porque mi presencia les corta el rollo, a no ser que ese día se alineen los astros y me invente un pedazo de juego que a todos les mole, y por un momento me crea que me podría ganar la vida de animadora infantil.

   He probado muchas veces intentar que juegue sola o que juegue con los otros niños sin mí, y la verdad es que cuesta ver a otra madre o padre que juegue con los niños más allá de empujar un columpio o pasarles una pelota un rato, y también creo que es bueno que se sociabilice con los de su edad. Pero la cosa suele acabar en desastre si la fuerzo.

   Cada vez le temo menos a que se aburra, he aprendido que el aburrimiento para los niños es bueno, hace que se les ocurran cosas aunque a veces sean gamberrradas. Y muchas veces dejo en sus manos la decisión. “Mamá ¿a qué jugamos?” “¿A qué te apetece jugar a tí?”

   Esto es lo que tiene criarse sin hermanos y sin apenas relacionarse con otros niños de edades similares más que ocasionalmente, que para jugar y entretenerse no sólo es que mamá es la mejor opción, sino que en estos casos es la única que hay, a no ser que papá esté presente y operativo y se una.

   Y cuando ya no puedo con el pellejo, después de 5 horas de juego ininterrumpido (que ya me cuesta recordar hasta la edad que tengo) exprimiendo hasta la última gota de la poca inventiva que me han dejado los años (y tratando de sacar partido de ideas de Internet), cuando ya definitívamente no se me ocurre nada y mi peque tira de mí demandando seguir jugando, con gran sensación de culpabilidad enciendo la tele y la absorción es inmediata. Ni siquiera me gusta lo que ve, la mayoría de los dibujos que echan hoy me parecen horrorosos, pero a mi peque le gustan.

   Y entonces me dejo caer en el sofá, con la cabeza martilleante, cierro los ojos un momento y me relajo 5 segundos hasta que oigo una voz que me llama desde el otro lado del pasillo: “¡Hola! ¡Soy yo! La montaña de ropa para planchar que te lleva esperando unos días. ¿Te acuerdas de mí?”




   Merde...

No hay comentarios:

Publicar un comentario