viernes, 23 de agosto de 2013

Mi segundo huevito

   La pérdida de mi primer huevito, además de dejarme los ciclos descontrolados, influyó en la forma en que viví la llegada del segundo.


   No notaba síntomas diferentes a los que tenía siempre cada mes, y ya no me fiaba mucho del calendario. Tenía cambios de humor, molestias en el vientre, estómago revuelto, vamos lo de siempre que estaba a punto de bajarme la regla, sólo que aún no bajaba.


   Había una cosa que sí me hizo sospechar, porque recordaba algo parecido de la vez anterior, aunque llegué a pensar que sería psicológico, y es que me despertaba en mitad de la noche con unas ganas imperiosas de ir al baño. Me despertaba porque sentía la vejiga llenísima, y no era capaz de volver a conciliar el sueño, por más cansada que estuviera, hasta que no la vaciaba.


   Así que de pronto nacieron en mí dos vocecillas. Una de ellas me decía “¡hazte un test ya! Que yo creo que algo va a salir” y la otra “allá tú, si quieres perder el tiempo, la de rojo está al caer, no te hagas ilusiones”. Así que, sin mucha ilusión, le hice caso a la primera vocecilla y me compré un test.


   Se supone que hay que hacerlos con la primera orina de la mañana, pero era incapaz de estar toda la noche entera sin ir al baño, y a las 6 ya no aguantaba más. Sobra decir que sí que estaba un poco nerviosa por saber de una vez lo que estaba pasando, así que de todas formas esa noche me había dedicado a dar vueltas en la cama.


   Me hice el test y me lo quedé mirando, pensando que de haber algo saldrían inmediatamente dos barras de la misma intensidad, pero de momento sólo salió la de control, por lo que en mi cabeza resonaba un “te lo dije, te lo dije”, hasta que la segunda barra empezó a sombrearse poco a poco. Era tenue, pero ahí estaba, así que se me aceleró el corazón y la primera voz soltó un triunfante “¡Ja!


   No sabía si hacer el baile de la batidora, el de los pajaritos, o saltar como una loca. Sólo salí disparada hacia el dormitorio, donde mi ganso dormía plácidamente, ajeno a todas las emociones que yo estaba viviendo.


   Encendí la luz y él agarró el despertador, preocupado por haberse dormido y llegar tarde al trabajo. Miró la hora, y con los ojos como navajazos en un cartón, trató de enfocar el test que le puse delante de la cara. Parpadeó, me miró y dijo: “¿Y para esto me despiertas? Ya me lo creeré si te vuelve a salir la semana que viene”.

   
   Y no es que no estuviera emocionado, ni que no le diera importancia. Es que la historia de nuestro primer huevito también le había afectado, y para él una raya tenue no quería decir nada. De hecho, aún conservábamos nuestro primer test y el resultado era más evidente que éste. Por más que yo le decía “esta vez es diferente, lo noto”, ni yo misma me lo terminaba de creer.


   Pues sí, esperé una semana entera como una valiente (o como una pava incrédula, según se mire), pensando cada día si sería o no sería aquello realidad. Y un test digital me confirmó que aquello, de momento, seguía para adelante.


   Pero la segunda vocecita siguió ahí, durante todo el embarazo, diciéndome “esto no quiere decir nada, lo vas a perder en cualquier momento”, y me hacía revisar el papel higiénico día tras día cuando me limpiaba en el baño, en busca del mínimo indicio de mancha sanguinolenta.


   Estábamos pasando por un momento especialmente duro y doloroso de nuestra vida, lo que hacía que la vocecilla se cebara especialmente conmigo diciendo “no va a salir adelante, no va a poder superar esto”, así que cuando, estando de unos tres meses, fui al baño y vi que sangraba, no dudó en soltarme “¿lo ves? ¿Ahí lo tienes?”.


   Fui a urgencias temiéndome lo peor. He de decir que en el hospital donde me atendieron el personal es de lo más variopinto, y el área de ginecología, mayoritariamente femenino, es una ruleta rusa en la que te puede tocar un/a profesional encantador/a que te dan ganas de hacerle la ola y ponerle un altar, o te puede tocar un ser de lo más desagradable, con cara de amargura, poca paciencia y menos tacto, que no hace por disimular que está hasta el pelo de aguantar pacientes todo el día.


   En mi caso, la persona que me atendió, a pesar de que le expliqué que venía muy nerviosa y asustada, no fue capaz de explorarme, haciéndome sentir culpable por ello con su actitud, para finalmente producirme un desgarro que me hizo chillar tan fuerte que los acompañantes que aguardaban en la sala de espera pensaron que había alguien de parto donde yo estaba.


   Para mi alivio todo parecía ir bien. Me dieron una compresa y un ibuprofeno para el desgarro y me mandaron para casa.


   Pero la vocecilla siguió ahí, especialmente cuando, a una semana de nacer mi gansi, tuvimos otro susto por el que esta vez sí tuvieron que hospitalizarme.


   Así que cuando por fin tuve a mi bebé en mis brazos, ni yo misma me lo podía creer. Y en cuanto a la vocecilla, pues creo que ya me he acostumbrado a su presencia, y más me vale porque creo que me acompañará ya durante el resto de mi vida, y es que cuando eres madre empiezas a sentir unos miedos que ni sabías que existían.




2 comentarios:

  1. Muy bonita esta historia. Como se nos quedan grabadas estas cosas, y que recordaremos con melancolia. Solamente nosotras le damos un gran valor sentimental, mas allá de lo que cualquiera pueda sentir (sobre todo hombres, jaja)

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    1. La verdad es que se vive un torbellino de emociones que sólo nosotras sabemos entender ^_^

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